—¡Un momento señora!
Y la señora Linares, toda joyas y sedas, llena de
inquietud y curiosidad, se quedó inmóvil.
Yo, con todo respeto que la mujer ajena me inspira, pero al mismo tiempo con la
audacia que siento ante cualquier mujer hermosa, estiré resueltamente la mano y
cogí de la celeste y vaporosa tela que cubría la casta morbidez de una
espalda marmórea, un insecto rubio y
diminuto, que perezosamente tomaba el aire o el sol, sin preocuparse del peligro
de una mirada indiscreta. Lo arrojé al suelo, le pasé por encima varias veces
el pie.
—¿Qué es? ¿Qué ha sido?—preguntó la señora preguntó
la señora de las espaldas mórbidas, dignas
de dormir sobre ellas un sueño de siete siglos.
—Nada, señora. Un pequeño insecto que, seguramente,
estaba admirándole su belleza.
—¡Cómo nada! ¡Un piojo, Elvirita, un piojo! —dijo
interviniendo el más viejo de la reunión, un
viejo de solapas pringosas y barbas revueltas y flotantes como nido de oropéndola,
que con su cara de perro de aguas, parecía ladrarle a las gentes cuando hablaba, mientras sus ojos lascivos reían entre
el paréntesis de dos comisuras lacrimosas y acribilladas de arrugas.
—¡Jesús! —exclamó la señora Linares, levantándose bruscamente
y yendo a ocultar su vergüenza lejos
de nosotros.
Las demás señoras, tal vez
por espíritu de cuerpo o por el temor de un percance igual, fueron
disimuladamente, levantándose y siguiendo el camino de la señora Linares, hasta
dejarnos completamente solos. Yo, dirigiéndome al viejo, no pude menos que
decirle:
—Es usted demasiado indiscreto, don Melchor. Eso no
se le descubre a una señora.Ha
podido ocasionarle un desmayo.
Y mientras todos los que nos
encontrábamos bajo el parral veíamos con hostilidad al impertinente viejo de
las barbas flotantes, renegando de que nos hubiese echado a perder tan
grata compañía, éste se limitó a contestarme:
—¡Aspavientos!, que no cuadran en estos lugares,
donde todos, cuando no llevamos un piojo
encima es porque lo hemos dejado en casa. ¡Ascos del piojo, cuando el piojo es
aquí artículo de primera necesidad! Lo digo sin exageración, porque aquí hay
gentes que desayunan con piojo. Y luego, que el piojo es el mejor amigo del
hombre. Yo prefiero un piojo a un perro, no sólo porque tiene dos
patas más, sino porque no tiene las bajezas de este. El perro se agacha, se humilla, implora cuando recibe un puntapié
del amo, o cuando se ve con un palo encima. ¡Ya va a tolerar un piojo semejante
tratamiento! El piojo es el más soberbio y estoico de los seres creados.
Y como nos hubiésemos quedado
solos y el viejo me iba resultando interesante, resolví
provocarle una confidencia, una historia, una anécdota, un chisme, cualquier cosa...
—No —me dijo—, no estoy para chismes ni para
historias. ¿Por qué pudiendo hablar de los animales hemos de hablar de las
gentes? Todas las historias se parecen. En todas verá usted las mismas ridiculeces, las mismas vanidades, las mismas
miserias, las mismas pasiones. No hay más que variantes. ¿Que un
marido mató por celos? Una cursilería, una estupidez, porque la libertad del
amor está por encima de todas las libertades. ¿Qué un fulano ha amasado su fortuna con el sudor y la sangre de millares de
indios? ¡Bah! Paraqué son tan bestias los indios. Si los indios se contaran, se
organizaran y fueran más a la escuela y bebieran menos, cuántas cosas harían.
Porque el indio no es idiota; es imbécil. Pero de la imbecilidad se puede
salir; de la idiotez no. La imbecilidad, como usted sabe, se cura tonificando el alma, sembrando ideales en
ella, despertándole ambiciones, haciéndole sentir la conciencia de la
propia personalidad. Y el indio, aunque nuestros sociólogos criollos piensan lo contrario, no es persona: es una bolsa
de apetitos.
—Bueno, bueno. Hablemos entonces de los animales.
Ha dicho usted que el piojo es el mejor
amigo del hombre. ¿Desde cuándo nació esa amistad? Y el más soberbio de los
seres. ¿Por qué?
Don Melchor se acarició la
barba con unción de sacerdote que dijera una misa, entornó los ojos como buscando algo interiormente, y, después de un
largo calderón de silencio,
comenzó:
—Tengo sesenta años largos, que valen por
seiscientos. Mis ojos han visto muchas
cosas. Tal vez por eso están siempre rojos y me lloran mucho. Y digo los ojos porque con las manos y los pies
también se ve, como usted no ignorará. Pues bien, es con los ojos con lo que vi
lo que voy a contarle.
Una tarde... No, fue una
noche de un día cualquiera. Soñaba esa noche que un insecto de proporciones elefantinas, sentado al borde de mi lecho, mientras me
hurgaba el oído con una de sus garras, me
decía gravemente: “¡Melchor, despierta! Te amenaza un peligro!” Y
yo, volviéndome de un lado, contesté: “¡Váyase usted al demonio! ¡Déjame dormir!” Y el insecto impertérrito: ¡Melchor,
despierta! ¡Te empujan la puerta del armario!” Y yo ya no era un hombre que
dormía sino un fuelle que se desataba en ronquidos. Y vuelta el insecto del diantre: “¡Melchor!, si no
despiertas te matarán primero y te robarán después”. ¿Robarme? A mí me habría
importado poco lo de la muerte. Pero descerrajarme el baúl y robarme
todo lo que en él tenía... Consentir que se me llevaran unas ligas y un paquete de cartas, en los que yo adoraba
fetichistamente desde los veinte años... ¡Jamás! Salté del lecho, encendí
la vela, eché mano a un sable viejo y mohoso que conservara como recuerdo de una de nuestras redentoras revoluciones, y
comencé rabiosamente, con una ceguedad de ciervo irritado, a repartir
cintarazos a diestra y siniestra. Un Don Quijote en plena noche de
gigantes. Y mientras yo gritaba con toda la heroicidad de un avaro al que han
descubierto el tesoro: “¡Canalla! ¡Ladrón! ¿Dónde están mis ligas?”, de un rincón del dormitorio me respondió una voz,
que parecía un hipo:“¡Perdón, taita!
¡Nada tocado, taita! ¡No me mates,
taita !” .
¿Luego era cierto lo del sueño? Dejé quieto el
sable, miré al rincón y vi... ¿A quién cree que vi? A mí criado, a mi mozo de
confianza, con un puñal enorme en la diestra y arrodillado humildemente, con una
humildad de perro, con una humildad tan hipócrita que provocaba acabar con él a
puntapiés. “Con que eras tú? ¡Lárgate, perro ingrato!...” Esto de perro ingrato es una metáfora que me dictó la solemnidad del
momento, porque yo no sé que hayan
perros ingratos. ¿Usted ha visto alguna vez un perro ingrato? La ingratitud, según los moralistas, la inventó el
hombre...
Y el indio se escabulló en menos tiempo del que yo
tardé en echarle. Cerré luego la puerta, la atranqué (desde entonces he
adoptado esta sabia costumbre) y me senté en el lecho, meditando sobre lo que acababa de pasarme. ¡Qué suerte la mía!
¡Un hombre debiéndole la vida a una
coincidencia, a una casualidad! Porque no creo que la Providencia tenga el mal gusto
de intervenir en estas cosas.
Y habría seguido filosofando
si el sueño no se hubiese apoderado nuevamente de mí.
—Y volví a soñar, mejor dicho, reanudé mi primer
sueño. Es esta la segunda parte donde voy a dejar establecida la verdad de mis
tesis, que podría titular: “De la bondad indiferente
y de la soberbia inconmensurable del piojo”. De un piojo como el que acaba
usted de quitar cobardemente de la espalda de la señora Linares y al que yo,
desde el balcón de mi indiferencia, había estado contemplando cómo paseaba su
audacia sobre el envanecimiento
de una tela insolentemente dichosa.
—Era mi deber. Y mi mayor remordimiento es el no
haberlo sabido cumplir en silencio, sin
llamar la atención de nadie.
—¿De veras?... No; lo hizo usted por envidia al
piojo. Confiéselo. ¡Cuánto no habría dado
usted por ser el piojo de la señora Linares! Se lo adiviné en los ojos.
—No tanto; hubiera preferido ser pulga.
—Usted por comedimiento, o voluptuosidad, se
apresuró a cumplir un deber, si es que deber
puede llamarse a eso, en la peor forma que un hombre puede cumplirlo: interrumpiendo
una conversación y sacrificando una vida. ¡Y de qué modo! Si hubiera hecho usted estallar a la víctima entre las uñas
de sus pulgares disimuladamente..... ¡pero con el pie!..... No se lo perdono.
Una muerte baja, vil, indigna de la extirpe del más digno camarada del hombre.
Así solo se matan a las chinches, a las arañas, a las cucarachas, a las pulgas.
Y podría también matarse a ciertos hombres. ¡Pero al piojo! Yo estimo mucho
al piojo desde la noche aquella en que le perdoné la vida a mi criado. ¿Y sabe
usted por qué? Porque él fue el insecto
de mi sueño; él fue quien desde un rincón de mi oído, movido quién sabe
por qué fuerza misteriosa y sugestiva, me dio la voz de alarma. Tal vez si el piojo tiene en el hombre la misma
misión que cierta mosca parásita de la paloma: presentir el peligro
y avisarlo. Por eso, cuando volví a soñar esa noche, el que al principio había
sido un insecto sexquipedálico, aterrador y manso al mismo tiempo, de manchas grises en el dorso, de forma ojival, como una
tiara invertida, orlado de ganchos agudos y vellosos, fue después el simple
animalito, racionalmente humano, que todos conocemos. Porque no hay ser
que se parezca más al hombre que el piojo. Moralmente se entiende. Tiene toda
la bellaquería, toda la astucia, todo el egoísmo, toda la soberbia del hombre.
En lo único que se diferencian es en que el piojo no tiene nervios ni vicios.
Un piojo es impasible. Y es una virtud en
seis patas. Ante el peligro ni se conmueve, ni huye; se deja matar
tranquilamente, desdeñosamente. Si los piojos se hicieran la guerra y tuvieran historiadores la fuente
de la heroicidad quedaría agotada.
Y es lo que me decía el piojo de mi historia la
segunda vez que volví a soñar esa noche: “Ustedes son muy cobardes y muy
ingratos también. Después del peligro que acabas
de pasar has estado pensando en que le debes la vida a la casualidad. No, es a
mí a quien se la debes. Sentí ruido en la puerta mientras dormías, vi a
un mal hombre que entraba con un puñal en la mano y con una mala intención en
las entrañas, y te desperté dándote un
fuerte hincón en la nuca. Entre morir tú y tener que irme yo en busca de otro hombre para vivir, opté porque vivieras. Pero a mí
no me importa que no me lo agradezcas.
El agradecimiento está bueno para los hombres, para los perros. Un piojo no
sabe ni quiere saber de estas cosas. Aliméntate bien, no te envenenes la
sangre, no te bañes, no te mudes, no asees el lecho, no barras las
habitaciones, no te peines, es todo lo que me interesa. Sobre todo, desprecia
el peine. El peine es traidor: en sus garras tiene humores que emponzoñan. El peine es, además, bajo, servil, lacayuno;
se deja coger por todas las manos y se desliza indistintamente por
entre todos los cabellos, desde el más rubio
hasta el más negro, desde el más crespo hasta el más lacio, sin protestar,
mientras el muy pícaro se va llevando mañosamente el mismo pelo que acaricia.
¡Es un hipócrita! Se parece mucho a las chinches, esas bestiezuelas
que durante el día duermen, duermen y duermen,
apretadas en racimos nauseabundos, y en la noche salen taimadamente a
hacer su ración de hombre para volverse, hidrópicas, a sus hediondas
madrigueras. Un piojo no es así; es franco en el ataque; pica cuando debe picar
y ama siempre la altura. Por eso vive y duerme de preferencia en la cabeza del
hombre y sabe todo lo que el hombre piensa. Y prefiere también las
serranías y no desdeña la miseria del pobre. En la costa, frente al mar, entre las novedades y melindres de la higiene, un
buen piojo, un piojo honesto, no puede vivir. ¡Y lo que vale para él un
indio!... Un piojo es carne de indio. En cambio odia a la pulga. La pulga
es el animal más impertinente de la creación. Tan luego como siente la mano del
hombre corre, salta, tiembla, llora y es capaz de revolucionar una casa y hasta de ocasionar un incendio. ¡Qué animal más
bestia! Bien ha hecho Dios en darle las patas que tiene. ¿Y dónde me
deja usted al pique? Este es otra pulguilla rastrera. Se goza en infiltrarse entre las uñas de los pies del
hombre. El gusto más indecente que yo conozco. ¡Puah! El piojo no es, pues,
señor Don Melchor, ni hipócrita y hediondo como la chinche, ni cobarde, ni
saltarín e impertinente como la pulga, ni rastrero y sucio como el pique. Un piojo
bien educado no huye ante el peligro, ni mendiga la vida, ni ataca a traición,
ni desciende a buscar alimento en las
pantorrillas del hombre. Yo hubiese querido responderle a tan soberbio animalito:
Animalillo: “¿En cambio tú
permites que viva dentro de ti ese bicho feroz que engendra el tifus que diezma
todos los años a estas poblaciones?” Pero el piojo, que seguramente leyó mis pensamientos, se apresuró a contestarme: “¿Y lo
qué diezmas tú con el alcohol, la sífilis,
el homicidio y la guerra?
Ante tal respuesta no pude
menos que ruborizarme —¡yo, que no sé ruborizarme de nada!— y me desperté. Y como me desperté
malhumorado, comencé a rascarme, a rascarme hasta pillarme entre los cabellos un piojo, rubio como un inglés
albino, y sereno como un filósofo estoico, que,
al verse descubierto y entre las yemas de dos dedos homicidas, pareció decirme cuando le llevé a la
altura de mis ojos curiosos: “Ya me ves; soy el que te ha salvado la vida
anoche”. Y hasta me pareció que me lo dijo con el mismo tono y el mismo gesto
con que los gladiadores romanos le dijeran al César: “Uno que va a morir te
saluda”.
—¿Y sabe usted cómo le demostré mi agradecimiento al
piojo? Lo coloqué en la uña del pulgar izquierdo, con el mismo cuidado con que
el verdugo de Francia acuesta en la guillotina
a los condenados, y con la uña del otro pulgar ¡crac! Lo hice estallar tranquilamente, sin remordimiento.
—Fue usted ingrato y cruel.