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Cuento: El gato negro - Edgar A. Poe






No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales. 
 
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
 

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato. 
 

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla. 
 

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
 

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor. 
 

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
 

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido. 
 

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible. 
 

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza. 
 

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal. 
 

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver. 
 

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar. 
 

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho. 
 

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él. 
 

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer. 
 

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste. 
 

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros. 
 

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal. 
 

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte! 
 

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón. 
 

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba. 
 

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
 

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas. 
 

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano". 
 

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma. 
 

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada. 
 

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia. 
 

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez. 
 

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón. 
 

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación. 
 

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!








Cuento: El barril de amontillado - Edgar A. Poe


  
 
               
       



Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.

Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida. 

Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.

Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento. -Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas. 

-¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!

 -Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.

-¡Amontillado!

-Tengo mis dudas.

-¡Amontillado! 

-Y he de pagarlo. 

-¡Amontillado!

-Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...

-Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.

-Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.

-Vamos, vamos allá.

-¿Adónde? 

-A sus bodegas.
  
-No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...
  
-No tengo ningún compromiso. Vamos.

-No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.

-A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.

Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo.

Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
  
Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.
  
El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.
  
-¿Y el barril? -preguntó.

-Está más allá -le contesté-. 

Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.
  
Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.  

-¿Salitre? -me preguntó, por fin.

-Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos? 

-¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...! A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
  
-No es nada -dijo por último.
   
-Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...

-Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.

-Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad. 
  
Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo. 

-Beba -le dije, ofreciéndole el vino.
  
Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron. 
  
-Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
   
-Y yo, por la larga vida de usted.  

De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.

-Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.

 -Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.
  
-He olvidado cuáles eran sus armas.

-Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.

-¡Muy bien! -dijo.
   
Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.
  
-El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos... 

-No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.  
Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender. 

Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.

-¿No comprende usted? -preguntó.
   
-No -le contesté.

-Entonces, ¿no es usted de la hermandad?

-¿Cómo?

-¿No pertenece usted a la masonería?

-Sí, sí -dije-; sí, sí.

 -¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?

-Un masón -repliqué.

-A ver, un signo -dijo.
   
-Éste -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
  
-Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el amontillado.

 -Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo. Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas.

En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.
  
Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo.

Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.
   
En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.

  -Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...

  -Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.
  
En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.
   
-Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese.

¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano. 

-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro. 

-Cierto -repliqué-, el amontillado.

Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho.

Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte.

El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior. 

Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.
  
Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.
   
Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:
   
-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! 

¡Je, je, je!  

-El amontillado -dije.  

-¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos. -Sí -dije-; vámonos ya.  

-¡Por el amor de Dios, Montresor! 

 -Sí -dije-; por el amor de Dios.

En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:

-¡Fortunato!  

No hubo respuesta, y volví a llamar.

-¡Fortunato!
 
Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!







Cuento: El corazón delator - Edgar Allan Poe




 
                                


El Corazón Delator




¡Es verdad!  Soy muy nervioso, terriblemente nervioso. Siempre lo he sido y lo soy pero, ¿podría decirse que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, no los había destruido ni apagado. Sobre todo,  tenía el sentido del oído agudo. Oía todo sobre el cielo y la tierra. Oía muchas cosas del infierno. Entonces, ¿cómo voy a estar loco? Escuchen y observen con qué tranquilidad, con qué cordura puedo contarles toda  la historia.

Me resulta imposible decir cómo surgió en mi cabeza esa idea por primera vez; pero, una vez concebida,  me persiguió día y noche. No perseguía ningún fin. No había pasión. Yo quería mucho al viejo. Nunca me había hecho nada malo. Nunca me había insultado. No deseaba su oro. Creo que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre. Era un ojo de un color azul pálido, con una fina película delante. Cada vez que posaba ese ojo en mí, se me enfriaba la sangre; y así, muy gradualmente, fui decidiendo quitarle la vida al viejo y quitarme así de encima ese ojo para siempre.

Pues bien, así fue. Usted creerá que estoy loco. Los locos no saben nada. Pero debería haberme visto. Debería usted haber visto con qué sabiduría procedí, con qué cuidado, con qué previsión, con qué disimulo me puse a trabajar. Nunca había sido tan amable con el viejo como la semana antes de matarlo. Y cada noche, cerca de medianoche,  yo hacía girar el picaporte de su puerta y la abría, con mucho cuidado. Y después, cuando la había abierto lo suficiente para pasar la cabeza, levantaba una linterna cerrada, completamente cerrada, de modo que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Cómo se habría reído usted si hubiera visto con qué astucia pasaba la cabeza! La movía muy despacio, muy lentamente, para no molestar el sueño del viejo. Me llevaba una hora meter toda la cabeza por esa abertura hasta donde podía verlo dormir sobre su cama. ¡Ja! ¿Podría un loco actuar con tanta prudencia? Y luego, cuando mi cabeza estaba bien dentro de la habitación, abría la linterna con cautela, con mucho cuidado (porque las bisagras hacían ruido), hasta que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Hice todo esto durante siete largas noches, cada noche cerca de las doce, pero siempre encontraba el ojo cerrado y era imposible hacer el trabajo, ya que no era el viejo quien me irritaba, sino su ojo. Y cada mañana, cuando amanecía, iba son miedo a su habitación y le hablaba resueltamente, llamándole por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Por tanto verá usted que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que cada noche, a las doce, yo iba a mirarlo mientras dormía. 

La octava noche, fui más cuidadoso cuando abrí la puerta. La aguja de un reloj de pulsera se hubiera movido más rápido de lo que se movía mi mano. Nunca antes había sentido el alcance de mi fuerza, de mi sagacidad. Casi no podía contener mis sentimientos de triunfo, al pensar que estaba abriendo la puerta poco  a poco, y él ni soñaba con el secreto de mis acciones e ideas. Me reí entre dientes ante esa idea. Y tal vez me oyó porque se movió en la cama, de repente, como sobresaltado. Pensará usted que retrocedí, pero no fue así. Su habitación estaba tan negra como la noche más cerrada, ya que él cerraba las persianas por miedo a que entraran ladrones; entonces, sabía que no me vería abrir la puerta y seguí empujando suavemente, suavemente. 

Ya había introducido la cabeza y estaba para abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló con el cierre metálico y el viejo se incorporó en la cama, gritando: 

-¿Quién anda ahí?

Me quedé quieto y no dije nada. Durante una hora entera, no moví ni un músculo y mientras tanto no oí que volviera a acostarse en la cama. Aún estaba sentado, escuchando, como había hecho yo mismo, noche tras noche, escuchando los relojes de la muerte en la pared. 

Oí de pronto un quejido y supe que era el quejido del terror mortal. No era un quejido de dolor o tristeza. ¡No! Era el sonido ahogado que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. 

Yo conocía perfectamente ese sonido. Muchas veces, justo a medianoche, cuando todo el mundo dormía, surgió de mi pecho, profundizando con su temible eco, los terrores que me enloquecían. Digo que lo conocía bien. Sabía lo que el viejo sentía y sentí lástima por él, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Sabía que él había estado despierto desde el primer débil sonido, cuando se había vuelto en la cama. Sus miedos habían crecido desde entonces. Había estado intentando imaginar que aquel ruido era inofensivo, pero no podía. Se había estado diciendo a sí mismo: "No es más que el viento en la chimenea, no es más que un ratón que camina sobre el suelo", o "No es más que un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de convencerse de estas suposiciones, pero era en vano. Todo en vano, ya que la muerte, al acercársele se había deslizado furtiva y envolvía a su víctima. Y era la fúnebre influencia de aquella imperceptible sombra la que le movía a sentir, aunque no veía ni oía, a sentir la presencia dentro de la habitación.

Cuando hube esperado mucho tiempo, muy pacientemente, sin oír que se acostara, decidí abrir un poco, muy poco, una ranura en la linterna. Entonces la abrí -no sabe usted con qué suavidad- hasta que, por fin, su solo rayo, como el hilo de una telaraña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo del buitre. 

Estaba abierto, bien abierto y me enfurecí mientras lo miraba, lo veía con total claridad, de un azul apagado, con aquella terrible película que me helaba el alma. Pedro no podía ver nada de la cara o del cuerpo, ya que había dirigido el rayo, como por instinto, exactamente al punto maldito. 

¿No le he dicho que lo que usted cree locura es solo mayor agudeza de los sentidos? Luego llegó a mis oídos un suave, triste y rápido sonido como el que hace un reloj cuando está envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latido del corazón del viejo. Aumentó mi furia, como el redoblar de un tambor estimula al soldado en batalla. 

Sin embargo, incluso en ese momento me contuve y seguí callado. Apenas respiraba. Mantuve la linterna inmóvil. Intenté mantener con toda firmeza la luz sobre el ojo. Mientras tanto, el infernal latido del corazón iba en aumento. Crecía cada vez más rápido y más fuerte a cada instante. El terror del viejo debe haber sido espantoso. Era cada vez más fuerte, más fuerte... ¿Me entiende? Le he dicho que soy nervioso y así es. Pues bien, en la hora muerta de la noche, entre el atroz silencio de la antigua casa, un ruido tan extraño me excitaba con un terror incontrolable. Sin embargo, por unos minutos más me contuve y me quedé quieto. Pero el latido era cada vez más fuerte, más fuerte. Creí que aquel corazón iba a explotar. Y se apoderó de mí una nueva ansiedad: ¡Los vecinos podrían escuchar el latido del corazón! ¡Al viejo le había llegado la hora! Con un fuerte grito, abrí la linterna y me precipité en la habitación.

El viejo clamó una vez, sólo una vez. En un momento, lo tiré al suelo y arrojé la pesada cama sobre él. Después sonreí alegremente al ver que el hecho estaba consumado. Pero, durante muchos minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Sin embargo, no me preocupaba, porque el latido no podría oírse a través de la pared. Finalmente, cesó. El viejo estaba muerto. Quité la cama y examiné el cuerpo. Sí, estaba duro, duro como una piedra. Pasé mi mano sobre el corazón y allí la dejé durante unos minutos. No había pulsaciones. Estaba muerto. Su ojo ya no me preocuparía más.

Si aún me cree usted loco, no pensará lo mismo cuando describa las sabias precauciones que tomé para esconder el cadáver. La noche avanzaba y trabajé con rapidez, pero en silencio. En primer lugar descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas.

Después levanté tres planchas del suelo de la habitación y deposité los restos en el hueco. Luego coloqué las tablas con tanta inteligencia y astucia que ningún ojo humano, ni siquiera el suyo, podría haber detectado nada extraño. No había nada que limpiar; no había manchas de ningún tipo, ni siquiera de sangre. Había sido demasiado precavido para eso. Todo estaba recogido. ¡Ja, ja! 

Cuando terminé con estas tareas, eran las cuatro... Todavía oscuro como medianoche. Al sonar la campanada de la hora, golpearon la puerta de la calle. Bajé a abrir muy tranquilo, ya que no había anda que temer. Entraron tres hombres que se presentaron, muy cordialmente, como oficiales de la policía. Un vecino había oído un grito durante la noche, por lo cual había sospechas de algún atentado. Se había hecho una denuncia en la policía, y ellos, los oficiales, habían sido enviados a registrar el lugar.

Sonreí, ya que no había nada que temer. Di la bienvenida a los caballeros. Dije que el alarido había sido producido por mí durante un sueño. Dije que el viejo estaba fuera, en el campo. Llevé a los visitantes por toda la casa. Les dije que registraran bien. Por fin los llevé a su habitación, les enseñé sus tesoros, seguros e intactos. En el entusiasmo de mi confianza, llevé sillas al cuarto y les dije que descansaran allí mientras yo, con la salvaje audacia que me daba mi triunfo perfecto, colocaba mi silla sobre el mismo lugar donde reposaba el cadáver de la víctima.Los oficiales se mostraron satisfechos. Mi forma de proceder los había convencido. Yo me sentía especialmente cómodo. Se sentaron y hablaron de cosas comunes mientras yo les contestaba muy animado.

Pero, de repente, empecé a sentir que me ponía pálido y deseé que se fueran. Me dolía la cabeza y me pareció oír un sonido; pero se quedaron sentados y siguieron conversando. El ruido se hizo más claro, cada vez más claro. Hablé más como para olvidarme de esa sensación; pero cada vez se hacía más claro... hasta que por fin me di cuenta de que el ruido no estaba en mis oídos.

Sin duda, me había puesto muy pálido, pero hablé con más fluidez y en voz más alta. Sin embargo, el ruido aumentaba. ¿Qué hacer? Era un sonido bajo, sordo, rápido... como el sonido de un reloj de pulsera envuelto en algodón. Traté de recuperar el aliento... pero los oficiales no lo oyeron. Hablé más rápido, con más vehemencia, pero el ruido seguía aumentando. Me puse de pie y empecé a discutir sobre cosas insignificantes en voz muy alta y con violentos gestos; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Caminé de un lado a otro con pasos fuerte, como furioso por las observaciones de aquellos hombres; pero el sonido seguía creciendo. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Me salía espuma de la rabia... maldije... juré. Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del suelo, pero el ruido aumentaba su tono cada vez más. Crecía y crecía y era cada vez más fuerte. Y sin embargo los hombres seguían conversando tranquilamente y sonreían. ¿Era posible que no oyeran? ¡Dios Todopoderoso! ¡No, no! ¡Claro que oían! ¡Y sospechaban! ¡Lo sabían! ¡Se estaban burlando de mi horror! Esto es lo que pasaba y así lo pienso ahora. Todo era preferible a esta agonía. Cualquier cosa era más soportable que este espanto.

¡Ya no aguantaba más esas hipócritas sonrisas! Sentía que debía gritar o morir. Y entonces, otra vez, escuchen... ¡más fuerte..., más fuerte..., más fuerte!

-¡No finjan más, malvados! - grité

- ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esas tablas!... ¡Aquí..., aquí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!












Cuento: Morella - Edgar Allan Poe





              Benjamín Lacombe



Consideraba yo a mi amiga Morella con un sentimiento de profundo, aunque muy singular afecto. Habiéndola conocido casualmente hace muchos años, mi alma, desde nuestro primer encuentro, ardió con un fuego que no había conocido antes jamás; pero no era ese fuego el de Eros, y representó para mi espíritu un amargo tormento la convicción gradual de que no podría definir su insólito carácter ni regular su vaga intensidad. Sin embargo, nos tratamos, y el destino nos unió ante el altar; jamás hablé de pasión, ni pensé en el amor. Ella, aun así, huía de la sociedad, y dedicándose a mí, me hizo feliz. Asombrarse es una felicidad, y una felicidad es soñar.
 
La erudición de Morella era profunda. Como espero mostrar, sus talentos no eran de orden vulgar, y su potencia mental era gigantesca. Lo percibí, y en muchas materias fui su discípulo. No obstante, pronto comprendí que, quizá a causa de haberse educado en Pressburgo ponía ella ante mí un gran número de esas obras místicas que se consideran generalmente como la simple escoria de la literatura alemana. Esas obras, no puedo imaginar por qué razón, constituían su estudio favorito y constante, y si en el transcurso del tiempo llegó a ser el mío también, hay que atribuirlo a la simple, pero eficaz influencia del hábito y del ejemplo.

Con todo esto, si no me equivoco, pero tiene que ver mi razón. Mis convicciones, o caigo en un error, no estaban en modo alguno basadas en el ideal, y no se descubriría, como no me equivoque por completo, ningún tinte del misticismo de mis lecturas, ya fuese en mis actos o ya fuese en mis pensamientos.

Persuadido de esto, me abandoné sin reserva a la dirección de mi esposa, y me adentré con firme corazón en el laberinto de sus estudios. Y entonces - cuando, sumiéndome en páginas aborrecibles, sentía un espíritu aborrecible encenderse dentro de mí - venía Morella a colocar su mano fría en la mía, y hurgando las cenizas de una filosofía muerta, extraía de ellas algunas graves y singulares palabras que, dado su extraño sentido, ardían por sí mismas sobre mi memoria. Y entonces, hora tras hora, permanecía al lado de ella, sumiéndome en la música de  mi alma, y palidecía yo, y me estremecía interiormente ante aquellos tonos sobrenaturales. Y así, el gozo se desvanecía en el horror, y lo más bello se tornaba horrendo, como Hinnom se convirtió en Gehena.

Resulta innecesario expresar el carácter exacto de estas disquisiciones que, brotando de los volúmenes que he mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo.

Los enterados de lo que se puede llamar moral teológica las concebirán fácilmente, y los ignorantes poco comprenderían, en todo caso. El vehemente panteísmo de Fichte, la palingenesia modificada de los pitagóricos, y por encima de todo, las doctrinas de la Identidad tal como las presenta Schelling, solían ser los puntos de discusión que ofrecían mayor belleza a la imaginativa Morella. Esta identidad llamada personal, la define con precisión mister Locke, creo, diciendo que consiste en la cordura del ser racional. Y como por persona entendemos una esencia inteligente, dotada de razón, y como hay una conciencia que acompaña siempre al pensamiento, es ésta la que nos hace a todos ser eso que llamamos nosotros mismos, diferenciándonos así de otros seres pensantes y dándonos nuestra identidad personal. Pero el principium individuationis -la noción de esa identidad que en la muerte se pierde o no para siempre- fue para mí en todo tiempo una consideración de intenso interés, no sólo por la naturaleza pasmosa y emocionante de sus consecuencias, sino por la manera especial y agitada como la mencionaba Morella.

Pero realmente había llegado ahora un momento en que el misterio del carácter de mi esposa me oprimía como un hechizo. No podía soportar por más tiempo el contacto de sus pálidos dedos, ni el tono profundo de su palabra musical, ni el brillo de sus melancólicos ojos. Y ella sabía todo esto, pero no me reconvenía.

Parecía tener conciencia de mi debilidad o de mi locura, y sonriendo, las llamaba el Destino. Parecía también tener conciencia de la causa, para mí desconocida, de aquel gradual desvío de mi afecto; pero no me daba explicación alguna ni aludía a su naturaleza. Sin embargo, era ella mujer, y se consumía por días. Con el tiempo, se fijó una mancha roja constantemente sobre sus mejillas, y las venas azules de su pálida frente se hicieron prominentes. Llegó un instante en que mi naturaleza se deshacía en compasión; pero al siguiente encontraba yo la mirada de sus ojos pensativos, y entonces sentíase mal mi alma y experimentaba el vértigo de quien tiene la mirada sumida en algún aterrador e insondable abismo.

¿Diré que anhelaba ya con un deseo fervoroso y devorador el momento de la muerte de Morella? Así era; pero el frágil espíritu se aferró en su envoltura de barro durante muchos días, muchas semanas y muchos meses tediosos, hasta que mis nervios torturados lograron triunfar sobre mi mente, y me sentí enfurecido por aquel retraso, y con un corazón demoníaco, maldije los días, las horas, los minutos amargos, que parecían alargarse y alargarse a medida que declinaba aquella delicada vida, como sombras en la agonía de la tarde. Pero una noche de otoño, cuando permanecía quieto el viento en el cielo, Morella me llamó a su lado. Había una oscura bruma sobre toda la tierra, un calor fosforescente sóbrenlas aguas, y entre el rico follaje de la selva de octubre, hubiérase dicho que caía del firmamento un arco iris.

-Éste es el día de los días -dijo ella, cuando me acerqué -: un día entre todos los días para vivir o morir. Es un día hermoso para los hijos de la tierra y de la vida, ¡ah, y más hermoso para las hijas del cielo y de la muerte!

Besé su frente, y ella prosiguió:

-Voy a morir, y a pesar de todo, viviré.

-¡Morella!

-No han existido nunca días en que hubieses podido amarme; pero a la que aborreciste en vida la adorarás en la muerte.

-¡Morella!

- Repito que voy a morir. Pero hay en mí una prenda de ese afecto, ¡ah, cuan pequeño!, que has sentido por mí, por Morella. Y cuando parta mi espíritu, el hijo vivirá, el hijo tuyo, el de Morella. Pero tus días serán días de dolor, de ese dolor que es la más duradera de las impresiones, como el ciprés es el más duradero de los árboles. Porque han pasado las horas de tu felicidad, y no se coge dos veces la alegría en una vida, como las rosas de Paestum dos veces en un año. Tú no jugarás ya más con el tiempo el juego del Teyo; pero, siéndote desconocidos el mirto y el vino, llevarás contigo sobre la tierra tu sudario, como hace el musulmán en la Meca.

-¡Morella! -exclamé-. ¡Morella! ¿cómo sabes esto?

Pero ella volvió su rostro sobre la almohada, un leve temblor recorrió sus miembros, y ya no oí más su voz. Sin embargo, como había predicho ella, su hijo -el que había dado a luz al morir, y que no respiró hasta que cesó de alentar su madre-, su hijo, una niña, vivió. Y creció extrañamente en estatura y en inteligencia, y era de una semejanza perfecta con la que había desaparecido, y la amé con un amor más ferviente del que creí me sería posible sentir por ningún habitante de la Tierra.

Pero, antes de que pasase mucho tiempo, se ensombreció el cielo de aquel puro afecto, y la tristeza, el horror, la aflicción, pasaron veloces como nubes. He dicho que la niña creció extrañamente en estatura y en inteligencia. Extraño, en verdad, fue el rápido crecimiento de su tamaño corporal; pero terribles, ¡oh, terribles!, fueron los tumultuosos pensamientos que se amontonaron sobre mí mientras espiaba el desarrollo de su ser intelectual. ¿Podía ser de otra manera, cuando descubría yo a diario en las concepciones de la niña las potencias adultas y las facultades de la mujer, cuando las lecciones de la experiencia se desprendían de los labios de la infancia y cuando veía a cada hora la sabiduría o las pasiones de la madurez centellear en sus grandes y pensativos ojos? Como digo, cuando apareció evidente todo eso ante mis sentidos aterrados, cuando no le fue ya posible a mi alma ocultárselo más, ni a mis facultades estremecidas rechazar aquella certeza, ¿cómo puede extrañar que unas sospechas de naturaleza espantosa y emocionante se deslizaran en mi espíritu, o que mis pensamientos se volvieran, despavoridos, hacia los cuentos extraños y las impresionantes teorías de la enterrada Morella? Arranqué a la curiosidad del mundo un ser a quien el Destino me mandaba adorar, y en el severo aislamiento de mi hogar, vigilé con una ansiedad mortal cuanto concernía a la criatura amada.

Y mientras los años transcurrían, y mientras día tras día contemplaba yo su santo, su apacible, su elocuente rostro, mientras examinaba sus formas que maduraban, descubría día tras día nuevos puntos de semejanza en la hija con su madre, la melancólica y la muerta. Y a cada hora aumentaban aquellas sombras de semejanza, más plenas, más definidas, más inquietantes y más atrozmente terribles en su aspecto. Pues que su sonrisa se pareciese a la de su madre podía yo sufrirlo, aunque luego me hiciera estremecer aquella identidad demasiado perfecta; que sus ojos se pareciesen a los de Morella podía soportarlo, aunque, además, penetraran harto a menudo en las profundidades de mi alma con el intenso e impresionante pensamiento de la propia Morella. Y en el contorno de su alta frente, en los bucles de su sedosa cabellera, en sus pálidos dedos que se sepultaban dentro de ella, en el triste tono bajo y musical de su palabra, y por encima de todo -¡oh, por encima de todo!- en las frases y expresiones de la muerta sobre los labios de la amada, de la viva, encontraba yo pasto para un horrendo pensamiento devorador, para un gusano que no quería perecer.

Así pasaron dos lustros de su vida, y hasta ahora mi hija permanecía sin nombre sobre la tierra. «Hija mía» y «amor mío» eran las denominaciones dictadas habitualmente por el afecto paterno, y el severo aislamiento de sus días impedía toda relación. El nombre de Morella había muerto con ella. No hablé nunca de la madre a la hija; érame imposible hacerlo. En realidad, durante el breve período de su existencia, la última no había recibido ninguna impresión del mundo exterior, excepto las que la hubieran proporcionado los estrechos límites de su retiro.

Pero, por último, se ofreció a mi mente la ceremonia del bautismo en aquel estado de desaliento y de excitación, como la presente liberación de los terrores de mi destino. Y en la pila bautismal dudé respecto al nombre. Y se agolparon a mis labios muchos nombres de sabiduría y belleza, de los tiempos antiguos! y de los modernos, de mi país y de los países extranjeros, con otros muchos, muchos delicados de nobleza, de felicidad y de bondad. ¿Qué me impulsó entonces a agitar el recuerdo de la muerta enterrada? ¿Qué demonio me incitó a suspirar aquel sonido cuyo recuerdo real hacía refluir mi sangre a torrentes desde las sienes al corazón? ¿Qué espíritu perverso habló desde las reconditeces de mi alma, cuando, entre aquellos oscuros corredores, y en el silencio de la noche, musité al oído del santo hombre las sílabas «Morella»?¿Qué ser más demoníaco retorció los rasgos de mi hija, y los cubrió con los tintes de la muerte cuando estremeciéndose ante aquel nombre apenas audible, volvió sus límpidos ojos desde el suelo hacia el cielo, y cayendo prosternada sobre las losas negras de nuestra cripta ancestral, respondió: «¡Aquí estoy!»


Estas simples y cortas sílabas cayeron claras, fríamente claras , en mis oídos, y desde allí, como plomo fundido, se precipitaron silbando en mi cerebro. Años, años enteros pueden pasar; pero el recuerdo de esa época, ¡jamás! No desconocía yo, por cierto, las flores y la vid; pero el abeto y el ciprés proyectaron su sombra sobre mí noche y día. Y no conservé noción alguna de tiempo o de lugar, y se desvanecieron en el cielo las estrellas de mi destino, y desde entonces se ensombreció la tierra, y sus figuras pasaron junto a mí como sombras fugaces, y entre ellas sólo vi una: Morella. Los vientos del firmamento suspiraban un único sonido en mis oídos, y las olas en el mar murmuraban eternamente: «Morella.» Pero ella murió, y con mis propias manos la llevé a la tumba; y reí con una risa larga y amarga al no encontrar vestigios de la primera Morella en la cripta donde enterré la segunda.