Benjamín Lacombe
Consideraba
yo a mi amiga Morella con un sentimiento de profundo, aunque muy singular
afecto. Habiéndola conocido
casualmente hace muchos años, mi alma, desde nuestro primer encuentro, ardió
con un fuego que no había
conocido antes jamás; pero no era ese fuego el de Eros, y representó para mi
espíritu un amargo tormento la
convicción gradual de que no podría definir su insólito carácter ni regular su
vaga intensidad. Sin
embargo, nos tratamos, y el destino nos unió ante el altar; jamás hablé de
pasión, ni pensé en el amor. Ella, aun
así, huía de la sociedad, y dedicándose a mí, me hizo feliz. Asombrarse es una felicidad, y una felicidad es soñar.
La erudición de Morella era profunda.
Como espero mostrar, sus talentos no eran de orden vulgar, y su potencia mental
era gigantesca. Lo percibí, y en muchas materias fui su discípulo. No obstante,
pronto comprendí que, quizá a causa de haberse educado en Pressburgo ponía ella
ante mí un gran número de esas obras místicas que se consideran generalmente
como la simple escoria de la literatura alemana. Esas obras, no puedo imaginar
por qué razón, constituían su estudio favorito y constante, y si en el
transcurso del tiempo llegó a ser el mío también, hay que atribuirlo a la
simple, pero eficaz influencia del hábito y del ejemplo.
Con todo esto, si no me equivoco, pero
tiene que ver mi razón. Mis convicciones, o caigo en un error, no estaban en
modo alguno basadas en el ideal, y no se descubriría, como no me equivoque por
completo, ningún tinte del misticismo de mis lecturas, ya fuese en mis actos o
ya fuese en mis pensamientos.
Persuadido de esto, me abandoné sin
reserva a la dirección de mi esposa, y me adentré con firme corazón en el
laberinto de sus estudios. Y entonces - cuando, sumiéndome en páginas
aborrecibles, sentía un espíritu aborrecible encenderse dentro de mí - venía
Morella a colocar su mano fría en la mía, y hurgando las cenizas de una
filosofía muerta, extraía de ellas algunas graves y singulares palabras que,
dado su extraño sentido, ardían por sí mismas sobre mi memoria. Y entonces,
hora tras hora, permanecía al lado de ella, sumiéndome en la música de mi alma, y palidecía yo, y me estremecía interiormente
ante aquellos tonos sobrenaturales. Y así, el gozo se desvanecía en el horror,
y lo más bello se tornaba horrendo, como Hinnom se convirtió en Gehena.
Resulta innecesario expresar el
carácter exacto de estas disquisiciones que, brotando de los volúmenes que he
mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único tema de
conversación entre Morella y yo.
Los enterados de lo que se puede
llamar moral teológica las concebirán fácilmente, y los ignorantes poco comprenderían,
en todo caso. El vehemente panteísmo de Fichte, la palingenesia modificada de
los pitagóricos, y por encima de todo, las doctrinas de la Identidad tal como
las presenta Schelling, solían ser los puntos de discusión que ofrecían
mayor belleza a la imaginativa Morella. Esta identidad llamada personal, la
define con precisión mister Locke, creo, diciendo que consiste en la cordura
del ser racional. Y como por persona entendemos una esencia inteligente, dotada
de razón, y como hay una conciencia que acompaña siempre al pensamiento, es
ésta la que nos hace a todos ser eso que llamamos nosotros mismos, diferenciándonos
así de otros seres pensantes y dándonos nuestra identidad personal. Pero el
principium individuationis -la noción de esa identidad que en la muerte se
pierde o no para siempre- fue para mí en todo tiempo una consideración de
intenso interés, no sólo por la naturaleza pasmosa y emocionante de sus consecuencias,
sino por la manera especial y agitada como la mencionaba Morella.
Pero realmente había llegado ahora un
momento en que el misterio del carácter de mi esposa me oprimía como un
hechizo. No podía soportar por más tiempo el contacto de sus pálidos dedos, ni
el tono profundo de su palabra musical, ni el brillo de sus melancólicos ojos.
Y ella sabía todo esto, pero no me reconvenía.
Parecía tener conciencia de mi
debilidad o de mi locura, y sonriendo, las llamaba el Destino. Parecía también
tener conciencia de la causa, para mí desconocida, de aquel gradual desvío de
mi afecto; pero no me daba explicación alguna ni aludía a su naturaleza. Sin
embargo, era ella mujer, y se consumía por días. Con el tiempo, se fijó una
mancha roja constantemente sobre sus mejillas, y las venas azules de su pálida frente
se hicieron prominentes. Llegó un instante en que mi naturaleza se deshacía en
compasión; pero al siguiente encontraba yo la mirada de sus ojos pensativos, y
entonces sentíase mal mi alma y experimentaba el vértigo de quien tiene la
mirada sumida en algún aterrador e insondable abismo.
¿Diré que anhelaba ya con un deseo
fervoroso y devorador el momento de la muerte de Morella? Así era; pero el
frágil espíritu se aferró en su envoltura de barro durante muchos días, muchas
semanas y muchos meses tediosos, hasta que mis nervios torturados lograron
triunfar sobre mi mente, y me sentí enfurecido por aquel retraso, y con un corazón
demoníaco, maldije los días, las horas, los minutos amargos, que parecían
alargarse y alargarse a medida que declinaba aquella delicada vida, como
sombras en la agonía de la tarde. Pero una noche de otoño, cuando
permanecía quieto el viento en el cielo, Morella me llamó a su lado. Había una
oscura bruma sobre toda la tierra, un calor fosforescente sóbrenlas aguas, y
entre el rico follaje de la selva de octubre, hubiérase dicho que caía del
firmamento un arco iris.
-Éste es el día de los días -dijo
ella, cuando me acerqué -: un día entre todos los días para vivir o morir. Es un
día hermoso para los hijos de la tierra y de la vida, ¡ah, y más hermoso para
las hijas del cielo y de la muerte!
Besé su frente, y ella prosiguió:
-Voy a morir, y a pesar de todo,
viviré.
-¡Morella!
-No han existido nunca días en que
hubieses podido amarme; pero a la que aborreciste en vida la adorarás en la
muerte.
-¡Morella!
- Repito que voy a morir. Pero hay en
mí una prenda de ese afecto, ¡ah, cuan pequeño!, que has sentido por mí, por
Morella. Y cuando parta mi espíritu, el hijo vivirá, el hijo tuyo, el de
Morella. Pero tus días serán días de dolor, de ese dolor que es la más duradera
de las impresiones, como el ciprés es el más duradero de los árboles. Porque han pasado las
horas de tu felicidad, y no se coge dos veces la alegría en una vida, como las
rosas de Paestum dos veces en un año. Tú no jugarás ya más con el tiempo el
juego del Teyo; pero, siéndote desconocidos el mirto y el vino, llevarás
contigo sobre la tierra tu sudario, como hace el musulmán en la Meca.
-¡Morella! -exclamé-. ¡Morella! ¿cómo
sabes esto?
Pero ella volvió su rostro sobre la
almohada, un leve temblor recorrió sus miembros, y ya no oí más su voz. Sin
embargo, como había predicho ella, su hijo -el que había dado a luz al morir, y
que no respiró hasta que cesó de alentar su madre-, su hijo, una niña, vivió. Y
creció extrañamente en estatura y en inteligencia, y era de una semejanza
perfecta con la que había desaparecido, y la amé con un amor más ferviente del
que creí me sería posible sentir por ningún habitante de la Tierra.
Pero, antes de que pasase mucho
tiempo, se ensombreció el cielo de aquel puro afecto, y la tristeza, el horror,
la aflicción, pasaron veloces como nubes. He dicho que la niña creció
extrañamente en estatura y en inteligencia. Extraño, en verdad, fue el rápido
crecimiento de su tamaño corporal; pero terribles, ¡oh, terribles!, fueron los
tumultuosos pensamientos que se amontonaron sobre mí mientras espiaba el
desarrollo de su ser intelectual. ¿Podía ser de otra manera, cuando descubría
yo a diario en las concepciones de la niña las potencias adultas y las
facultades de la mujer, cuando las lecciones de la experiencia se desprendían
de los labios de la infancia y cuando
veía a cada hora la sabiduría o las pasiones de la madurez centellear en sus
grandes y pensativos ojos? Como digo, cuando apareció evidente todo eso ante
mis sentidos aterrados, cuando no le fue ya posible a mi alma ocultárselo más,
ni a mis facultades estremecidas rechazar aquella certeza, ¿cómo puede extrañar
que unas sospechas de naturaleza espantosa y emocionante se deslizaran en mi
espíritu, o que mis pensamientos se volvieran, despavoridos, hacia los cuentos
extraños y las impresionantes teorías de la enterrada Morella? Arranqué a la
curiosidad del mundo un ser a quien el Destino me mandaba adorar, y en el
severo aislamiento de mi hogar, vigilé con una ansiedad mortal cuanto concernía
a la criatura amada.
Y mientras los años transcurrían, y
mientras día tras día contemplaba yo su santo, su apacible, su elocuente rostro,
mientras examinaba sus formas que maduraban, descubría día tras día nuevos
puntos de semejanza en la hija con su madre, la melancólica y la muerta. Y a
cada hora aumentaban aquellas sombras de semejanza, más plenas, más definidas,
más inquietantes y más atrozmente terribles en su aspecto. Pues que su sonrisa
se pareciese a la de su madre podía yo sufrirlo, aunque luego me hiciera
estremecer aquella identidad demasiado perfecta; que sus ojos se pareciesen a
los de Morella podía soportarlo, aunque, además, penetraran harto a menudo en
las profundidades de mi alma con el intenso e impresionante pensamiento de la
propia Morella. Y en el contorno de su alta frente, en los bucles de su sedosa
cabellera, en sus pálidos dedos que se sepultaban dentro de ella, en el triste
tono bajo y musical de su palabra, y por encima de todo -¡oh, por encima de
todo!- en las frases y expresiones de la muerta sobre los labios de la amada,
de la viva, encontraba yo pasto para un horrendo pensamiento devorador, para un
gusano que no quería perecer.
Así pasaron dos lustros de su vida, y
hasta ahora mi hija permanecía sin nombre sobre la tierra. «Hija mía» y «amor
mío» eran las denominaciones dictadas habitualmente por el afecto paterno, y el
severo aislamiento de sus días impedía toda relación. El nombre de Morella
había muerto con ella. No hablé nunca de la madre a la hija; érame imposible
hacerlo. En realidad, durante el breve período de su existencia, la última no
había recibido ninguna impresión del mundo exterior, excepto las que la hubieran
proporcionado los estrechos límites de su retiro.
Pero, por último, se ofreció a mi
mente la ceremonia del bautismo en aquel estado de desaliento y de excitación,
como la presente liberación de los terrores de mi destino. Y en la pila
bautismal dudé respecto al nombre. Y se agolparon a mis labios muchos nombres
de sabiduría y belleza, de los tiempos antiguos! y de los modernos, de mi país y de los
países extranjeros, con otros muchos, muchos delicados de nobleza, de felicidad
y de bondad. ¿Qué me impulsó entonces a agitar el recuerdo de la muerta
enterrada? ¿Qué demonio me incitó a suspirar aquel sonido cuyo recuerdo real
hacía refluir mi sangre a torrentes desde las sienes al corazón? ¿Qué espíritu
perverso habló desde las reconditeces de mi alma, cuando, entre aquellos oscuros
corredores, y en el silencio de la noche, musité al oído del santo hombre las
sílabas «Morella»?¿Qué ser más demoníaco retorció los rasgos de mi hija, y los
cubrió con los tintes de la muerte cuando estremeciéndose ante aquel nombre
apenas audible, volvió sus límpidos ojos desde el suelo hacia el cielo, y cayendo
prosternada sobre las losas negras de nuestra cripta ancestral, respondió:
«¡Aquí estoy!»
Estas simples y cortas sílabas cayeron
claras, fríamente claras , en mis oídos, y desde allí, como plomo fundido, se
precipitaron silbando en mi cerebro. Años, años enteros pueden pasar; pero el
recuerdo de esa época, ¡jamás! No desconocía yo, por cierto, las flores y la
vid; pero el abeto y el ciprés proyectaron su sombra sobre mí noche y día. Y no
conservé noción alguna de tiempo o de lugar, y se desvanecieron en el cielo las
estrellas de mi destino, y desde entonces se ensombreció la tierra, y sus
figuras pasaron junto a mí como sombras fugaces, y entre ellas sólo vi una:
Morella. Los vientos del firmamento suspiraban un único sonido en mis oídos, y las olas en el
mar murmuraban eternamente: «Morella.» Pero ella murió, y con mis propias manos
la llevé a la tumba; y reí con una risa larga y amarga al no encontrar
vestigios de la primera Morella en la cripta donde enterré la segunda.